Prisión Rascacielos de Chicago


En la confluencia de la calle Van Buren con Clark, junto al Monadnock, hay un rascacielos de más de 100 metros, interesantísimo en términos arquitectónicos y brillante en su solución que, pese a los más de cuarenta años que han pasado desde su apertura y a que forma parte de un distrito incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos, sigue siendo prácticamente desconocido.

No solo no aparece en las guías turísticas de Chicago sino que es realmente difícil de ver incluso desde la calle, entre otras cosas porque Van Buren discurre bajo uno de los tramos del tren elevado (otro reclamo urbano muy famoso) y, cuando se llega a la esquina, el edificio está oculto tras las vías.

Sin embargo, al girar hacia el sur y salir a cielo abierto, tampoco nos encontramos con una mole imponente; más bien con una esquina retirada de la alineación de la calle y ejecutada a 45 grados, tan aguda que desde la calle Clark parece solo una fachada sin edificio detrás. Como una tramoya. Se diría que el edificio quisiese permanecer oculto a la ciudad. Es el MCC, siglas de Metropolitan Correctional Center, y es una prisión federal. En pleno centro de Chicago. En el Loop. A apenas seis manzanas de lago Míchigan.

Cuando, en 1969, el Departamento de Justicia encargó al arquitecto Harry Weese el proyecto de una nueva penitenciaría en la capital de Illinois, estaba claro que no iba a poder parecerse al resto de cárceles del país o del mundo y, de hecho, no iba a parecerse a la imagen que el mundo tenía de una cárcel.

Como sabemos por los panópticos, una prisión se define por su necesidad de control y, por tanto, por su atención intrínseca a la seguridad. «Intrínseca» porque reside en la propia arquitectura, no en las cámaras o las vallas electrificadas. Así, el primer medio es la distancia y, por eso, las cárceles suelen estar en medio de la nada, alejadas de poblaciones e incluso de carreteras transitadas.

Aunque aparentemente no pudiera hacerse, poner distancia fue lo primero que decidió Weese en el proyecto del MCC. Salvo que esa distancia no sería horizontal sino vertical, lo cual se apoya en un fenómeno psicológico curioso: la diferencia de apreciación entre la longitud y la altura. Esto es, que la misma cantidad de metros se percibe mucho mayor cuando se trata de distancia vertical que cuando se hace en el plano del suelo.

A partir de la decisión (en parte, imposición por el solar) de construir en altura, el MCC se desarrolla aprovechando precisamente su condición de rascacielos. Por ejemplo, las ventanas del MCC tienen más de dos metros de alto pero no necesitan rejas de ningún tipo. El primer problema es que el ancho es de 12.5 cm y por ahí no cabe nadie; y el segundo es que, en el caso de que alguien cupiese, le esperaría una caída imposible. Pensemos que el edificio cuenta con 27 plantas en total, y un preso cuya celda esté en el piso 14 se encuentra a apenas 50 metros de la libertad, pero claro, son 50 metros insalvables.

Desde fuera, esos huecos alargados y contrapeados dibujan una fachada vibrante de hormigón visto, en la mejor tradición del brutalismo. Si bien, en este caso, sí que tiene un poco bastante de distópico.

Por su propia naturaleza arquitectónica, en el MCC no hay módulos ni grandes patios vigilados con torretas, sino que todo el edificio se estructura según plantas que funcionan como compartimentos estancos. Tal es así que es uno de los escasos presidios mixtos de los Estados Unidos; los hombres y las mujeres viven, sencillamente, en pisos distintos. De hecho, aunque están separados por el comedor y las cocinas, a media altura del edificio, los niveles masculinos y femeninos podrían estar incluso mezclados porque, con solo 18 celdas en cada uno, se comportan de manera semiindependiente y fácilmente controlable por unos pocos vigilantes.

Los únicos momentos críticos de la vida en el MCC se producen cuando los reos tienen que salir, no de sus celdas, cuyas puertas suelen estar abiertas, sino de su planta. Para bajar al comedor, la enfermería, la lavandería o la biblioteca (estás últimas situadas en los niveles inferiores del edificio), se ocupan cuatro ascensores con controles externos de seguridad y guardias armados en cada salida. Es difícil comprender la sensación que se puede tener cuando algo tan cotidiano como tomar un ascensor, algo que hacemos todos casi cada día, se convierte en una experiencia vigilada y, a la vez, de liberación.

Porque esos ascensores también conducen al patio, y como todo en el MCC, el patio no es igual al de las demás cárceles. El patio del Metropolitan Correctional Center es la cubierta del edificio. A 100 metros de altura.

Estar preso es una putada por mucho que nos lo merezcamos pero, aunque solo sea un par de horas al día, aunque solo sirva como mínima maniobra de ensoñación contemplada a través de una malla metálica, esas horas se pueden disolver jugando al baloncesto, haciendo pesas o simplemente mirando a la ciudad de Chicago, al Millenium Park y hasta al lago Míchigan desde donde nadie puede hacerlo.


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